Nuevas señales indican que el equilibrio natural podría estar desmoronándose mucho antes de lo previsto.
Por: Sergio Parra
Durante décadas, bosques, pastizales y otros ecosistemas terrestres han amortiguado el avance del cambio climático al absorber un tercio de nuestras emisiones de CO₂. Pero nuevas señales indican que este equilibrio natural podría estar desmoronándose mucho antes de lo previsto.
La Tierra ha actuado durante siglos como un pulmón verde que amortigua nuestras imprudencias. Los sumideros de carbono terrestres (bosques, suelos, sabanas, humedales) han sido aliados invisibles, retirando enormes cantidades de dióxido de carbono de la atmósfera año tras año.
Sin pedir nada a cambio, han suavizado el impacto del carbono que generamos quemando combustibles fósiles, aliviando temporalmente el avance del cambio climático. Sin embargo, esa dinámica natural parece estar llegando a un punto crítico.
Durante los años 2023 y 2024 (los más cálidos registrados en la historia humana), investigadores han detectado un colapso preocupante en la capacidad de la Tierra para absorber CO₂. Por primera vez en décadas, el balance de carbono en tierra firme se aproxima a cero, e incluso tiende hacia lo negativo en algunas regiones. ¿Estamos presenciando el principio del fin de uno de los sistemas reguladores más cruciales del planeta?
Los sumideros terrestres
La idea de que los ecosistemas terrestres funcionen como un “sumidero” (es decir, un sistema que absorbe más carbono del que libera) fue una sorpresa mayúscula para los científicos del siglo XX. Hasta los años 60, se pensaba que el carbono que las plantas absorbían al crecer era liberado nuevamente al morir, al quemarse o al descomponerse. La lógica era sencilla: todo lo que crece, muere.
Y, sin embargo, las mediciones iniciadas por Charles David Keeling en el volcán Mauna Loa, Hawái, mostraban algo distinto. La famosa Curva de Keeling revelaba que el CO₂ atmosférico crecía, sí, pero no tan rápido como debería. Había carbono “desaparecido”, y alguien (o algo) debía estar absorbiéndolo.
En un principio, se atribuyó esta desaparición al océano, cuya capacidad de disolver gases como el CO₂ ya era bien conocida. Pero conforme se perfeccionaban los modelos globales, quedó claro que el océano no podía estar haciendo todo el trabajo. Fue entonces cuando los científicos comenzaron a aceptar una idea hasta entonces impensable: la Tierra misma, a pesar de la deforestación y la expansión agrícola, estaba sirviendo de barrera de contención frente al CO₂.
Tanto es así que se estima que, sin esta función, la temperatura media global sería hoy al menos 0,3 °C más alta.
Un amortiguador formidable, pero no infinito
A pesar de todo, la fertilización natural que impulsa la fotosíntesis tiene límites bioquímicos: sin agua, nitrógeno o fósforo, el CO₂ adicional no sirve de mucho. En experimentos de campo, los árboles expuestos a más dióxido de carbono crecen más rápido, pero no tanto como en invernaderos. La naturaleza, como es habitual, responde con matices.
El otro gran problema es que muchos de estos ecosistemas no son estáticos. Bosques que antes crecían, ahora maduran y estabilizan su absorción; otros son talados o arrasados por incendios. La variabilidad es tal que, entre 2007 y 2016, el sumidero se fortaleció inesperadamente, eliminando un tercio de nuestras emisiones anuales. Pero ese crecimiento fue anómalo, y sus causas aún son debatidas.
El patrón general, sin embargo, es preocupante: en los últimos años, los episodios extremos de clima han ido socavando esa capacidad. Sequías, incendios, inundaciones, insectos, derretimiento del permafrost… todos estos factores están empujando al sumidero hacia una transición irreversible: de ser una esponja de carbono a convertirse en una fuente neta de emisiones.
El caso del Ártico es paradigmático. Lo que una vez fue un sumidero persistente ahora emite más carbono del que retiene. El deshielo del permafrost no solo libera CO₂, sino también metano, un gas de efecto invernadero mucho más potente. A esto se suman los incendios boreales, cada vez más intensos, y la deformación del suelo que impide la regeneración de los bosques. En la Amazonía, por su parte, la deforestación y el estrés hídrico han empujado a la selva a un punto de inflexión: en algunas regiones, ya emite más carbono del que absorbe.
Implicaciones climáticas
La situación se agrava si consideramos el impacto que tendría perder estos sumideros sobre los compromisos climáticos internacionales. Muchos países cuentan con ellos como parte esencial para cumplir los objetivos del Acuerdo de París. Si desaparecen antes de lo previsto, será necesario reducir aún más nuestras emisiones para mantenernos por debajo del umbral de 1,5 °C de calentamiento.
A pesar de todo, no todo está perdido. Hay caminos viables para preservar lo que queda. Según modelizaciones recientes, si se dejaran crecer los bosques existentes sin interferencias, podrían capturar hasta 228.000 millones de toneladas de carbono en las próximas décadas. Restaurar bosques perdidos, fuera de áreas agrícolas y urbanas, añadiría otros 87.000 millones. Pero esto requiere planificación, voluntad política y una reconfiguración profunda de nuestras prioridades económicas.
Además, hay estrategias de gestión que pueden potenciar los sumideros existentes: agricultura regenerativa, quemas prescritas para prevenir incendios devastadores, reforestación estratégica y un mejor manejo forestal. La clave es comprender que estos ecosistemas no solo almacenan carbono: también nos dan tiempo. Tiempo que, de seguir ignorando estas señales, se nos agotará.





